Setembro/2017 - Caetano Veloso leyendo la flamante edición conmemorativa de 20 años de
su libro.
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En la nueva tapa, una foto suya de 1968, luciendo el Parangolé P4 - Capa 1, 1964, de Hélio Oiticica.
En la contratapa, con el Parangolé P25 - Capa 21 - "Xoxoba", 1968, de Hélio Oiticica
Cortesia
Projeto Hélio Oiticica. ©Fernando Young
Clarín CULTURA
18/12/2019
Reeditan su autobiografía
Veloso, Caetano
Verdad
tropical / Caetano Veloso – 1ª ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Marea,
2019.
496
p.; 24 x 16 cm. – (Historia urgente / Constanza Brunet; 76)
Traducción
de: Violeta Weinschelbaum
Corrección:
Marisa Corgatelli
Diseño
de tapa e interiores: Hugo Pérez
Asistente
a la edición: Daniela Aravena
Impreso
en Argentina
Título
original: Verdade tropical
Publicado
por Companhia das letras, 2017
© 2017 Caetano Veloso
Foto: Revista A CIGARRA n° 7 - Julho de 1966 |
Foto: Revista A CIGARRA n° 11 - Novembro de 1966 |
Foto: Revista O CRUZEIRO n° 16 - 20/4/1968
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ÍNDICE GENERAL
AGRADECIMIENTOS.................................................... ...
9
CARMEN MIRANDA NO
SABÍA BAILAR SAMBA .............. 11
INTRO...........................................................................
23
PARTE I .................................................................
31
ELVIS Y MARILYN..........................................................
33
BETHÂNIA Y RAY
CHARLES
........................................... 64
INTERMEZZO BAHIANO.................................................
90
PARTE II.................................................................
97
TRANCE
......................................................................... 99
PAISAJE ÚTIL...............................................................
114
DOMINGO
.................................................................... 121
BAIHUNOS
................................................................... 138
ALEGRÍA ALEGRÍA .......................................................
146
DOMINGO EN EL
PARQUE
............................................. 165
TROPICÁLIA.................................................................
172
2002.............................................................................
185
LA POESÍA CONCRETA...................................................
190
CHICO...........................................................................
211
VANGUARDIA................................................................
216
ANTROPOFAGIA............................................................
221
PANIS ET CIRCENSIS....................................................
236
ESTÁ
PROHIBIDO PROHIBIR........................................
265
DIVINO, MARAVILLOSO ...............................................
274
PARTE III
............................................................ 305
NARCISO DE
VACACIONES
.......................................... 307
PARTE IV
............................................................. 367
BARRA 69 ....................................................................
369
LONDON, LONDON .......................................................
377
LENGUA .......................................................................
388
AFINIDADES
ELECTIVAS
.............................................. 396
ÁMELO O DÉJELO .........................................................
405
BACK IN BAHIA ...........................................................
415
ARAÇÁ AZUL ................................................................
434
VEREDA........................................................................
441
ÍNDICE DE NOMBRES...................................................
473
ÍNDICE DE CANCIONES................................................
487
CRÉDITOS
FOTOGRÁFICOS.................................... ......
492
No dormía, no comía y tomaba Rivotril: qué le pasó
a Caetano Veloso hace veinte años
En
el libro “Verdad Tropical”, el músico bahiano recuerda un episodio de depresión
que sufrió luego de escribir sus memorias.
También,
se incluye un texto inédito dedicado a sus lectores en lengua castellana.
El mundo rendido a sus pies. Con su música y su carisma conquistó a los públicos más diversos. / EFE |
Más de veinte años después de la publicación de Verdade tropical -autobiografía
del genial Caetano Veloso y
precioso testimonio sobre el
tropicalismo y la contracultura de la segunda mitad del siglo XX-, se
publica en el país una nueva edición revisada y con un prólogo escrito
especialmente por el músico para sus lectores en lengua castellana, en el que
discurre sobre las dos décadas que transcurrieron desde su publicación original
en 1997.
A los 77 años, Caetano se anima a seguir repasando su vida personal y el panorama
de la cultura y la música y hace una propuesta: “Invito al eventual lector a intentar gozar conmigo de las no
imposibles delicias de esa osadía. [...] Está la verdad de mi tropo, o la
tropicalidad de la verdad de mi vereda”.
Ícono en
su país y adorado en el extranjero, Veloso
es uno de los grandes músicos contemporáneos: en este libro el artista relata
la génesis y evolución del "tropicalismo", el arrollador movimiento musical que él mismo
inspiró y que le costó la cárcel y el exilio. Desde la casa familiar hasta su
transformación en un auténtico artista popular, Caetano es la imagen viva de la fascinante y
convulsa historia de los años 60 y 70 en Brasil.
A
continuación, el prólogo de la edición ampliada de Verdad Tropical,
que publica Marea Editorial:
CARMEN
MIRANDA NO SABÍA BAILAR SAMBA - Páginas 11 - 22
Escribí
Verdad
tropical cuando tenía poco más de cincuenta años. La literatura
era una posibilidad abierta en mi cabeza de chico y de adolescente. Dibujaba,
pintaba, tocaba el piano (muy mal) y me parecía que, tarde o temprano, iba a
escribir libros y dirigir películas. La canción popular, de presencia tan
fuerte en la vida de los brasileños, me rodeaba todo el tiempo: la radio, los
servicios de altoparlantes, mi madre, mi hermana Nicinha o mi prima Daia, que
siempre cantaban en casa. Para llegar a hacer una película, tendría que esperar
mucho tiempo y conseguir mucho dinero; para escribir textos que llegaran a ser
libros, tendría que estudiar mucho y llegar a la certeza, no solo de que tenía
la habilidad, sino también (principalmente) de constatar la necesidad de
hacerlo. En cuanto a las canciones, yo ya tenía las armas para ocuparme de
ellas. Cuando el editor estadounidense George Andreou me encargó un libro sobre
mi experiencia con la música popular, pensé que no acataría la sugerencia.
Pero, frente a la idea de que algo tan complejo como lo que sucedió con la
canción brasileña pudiese interesarles a extranjeros, me sentí obligado a
contribuir con algo que pensara en la historia de la inserción de Brasil en el
imaginario mundial; lo cual, a su vez, abrió la compuerta del deseo de creación
literaria. Me vi tomando notas que me excitaban pero que solo juzgaba aptas
para ser clarificadas y resumidas. De a poco fui viendo que ese sería el tono
de mi libro. Que eso lo llevaría a enfrentar las dificultades que llegasen, o
los eventuales elogios.
Caetano. Uno de los músicos más queridos y relevantes de la música popular brasilera Foto: Juano Tesone |
A
los veinte años de su publicación, la editora brasileña, que lo lanzó antes de
que estuviera impresa la traducción americana, quiso celebrar. Escribí una
nueva introducción para esa edición conmemorativa, pero, más allá de que me
salió un caleidoscopio en el que era difícil encontrar cohesión, los contenidos
del texto apuntaban a lectores brasileños. Cuando supe que habría una nueva edición
en español en la Argentina, admití, en diálogo con Violeta Weinschelbaum, la
traductora, que la oportunidad exigía otras palabras. Después de todo, además de tratarse de mi amada Argentina,
por primera vez me prometía una versión estructurada como la original, ya que
todas las que recibió este, mi libro indefinido, se basaron hasta ahora en la
versión estadounidense (incluso en el caso de la italiana y de la primera hecha
en español, en que los traductores –en ambos casos, en realidad, las traductoras–
consultaron el original en portugués para realizarlas).
Este
libro enfrenta una doble dificultad ineludible: el extrañamiento del pasaje del
mundo de la música pop al de la alta intelectualidad (cosa que,
sintomáticamente, no sucede con el cine) y la dificultosa entrada de la cultura
(sobre todo la cultura popular) producida en países periféricos en el gran
mundo. Tengo relaciones de amistad y acercamiento profesional con muchos
artistas, productores, ejecutivos y periodistas del área de la música popular
en los Estados Unidos. Sobre todo en Nueva York. No recibí ni una sola reacción
de admiración o de interés en relación con Verdad
tropical. El libro tuvo su reseña positiva en el New York Review of
Books (¿o habrá sido en el New York Times Book Review?) firmada por el
antropólogo inglés residente en Brasil Peter Fry, pero eso no era un eco del
humor del ambiente, ni tampoco hubo eco después de lo que había de simpático en
la reseña. Curiosamente, luego de acostumbrarme a creer que ni siquiera mis
personas cercanas hubiesen leído mi libro, encontré algunos personajes ligados
a las artes plásticas que exhibieron un entusiasmo sorprendente por él.
Encontré críticos, curadores, incluso artistas que, sin ser brasileros –ni
sudamericanos o sudeuropeos–, mostraban su comprensión de lo que a mí mismo me
resultaba estimulante en mis escritos. Hasta entonces juzgué que las
complejidades vividas y explicadas en este libro no tendrían entrada en el
mundo de los “five eyes”, compuesto por los países que comparten los hallazgos
de espionaje de la NSA, esto es, países ricos de lengua inglesa.
Foto histórica. Maria Bethânia y su hermano, Caetano. |
Para
un público hispanoparlante,
sobre todo si habita en el nuevo continente, muchos de los enredos que describo
aquí son más reconocibles. El otro aspecto de la dificultad –la incomodidad de
pasar la conversación sobre la canción popular a un tono que por lo general se
usa para tratar cosas consideradas serias– estará presente para los lectores de
Grecia o de América Latina, de Rusia o de Sudáfrica. Invito al eventual lector
a intentar gozar conmigo de las no imposibles delicias de esa osadía. Los
críticos de rock ingleses ya vienen mezclando desde hace mucho esa exhibición
de intimidad con la llamada “teoría francesa” (jerga y temática
postestructuralistas) y la erudición en relación al repertorio pop-rock. Pero Verdad
tropical es
muy diferente. Y no es un artículo de revista en el que los comentaristas
quieren mostrarse más rockeros que los rockeros: es un libro largo. Y hecho de
párrafos largos que, a su vez, están hechos de frases largas. Y no hay
identificación alguna (salvo puntual y espaciadamente) con el posmodernismo
francés: en él intento
encontrar un estilo de pensamiento propio y minuciosamente
aplicado al tema que abordo.
No
es que me lo tome demasiado en serio. Es que no quiero que quien lea no se
sienta cómodo como para reír si siente el impulso o para perdonar aquello que
le parece un quiebre de la lógica o de la mínima sensatez.
En
Brasil es tan importante la experiencia intensa de producir música popular que,
a veces, hace soñar con pautar su ambición de liderazgo. Leer lo que yo entendí
que pasó con la canción en la segunda mitad de la década de 1960, en el único
país de las Américas que habla portugués, que tiene un territorio de
dimensiones continentales, un pueblo racialmente muy mezclado, a menudo perdido
en su rumbo pero consciente de su oportunidad –y, por lo tanto, de su
obligación– de grandeza, puede ser estimulante y hasta divertido para el que
mira el mundo desde el lado occidental del hemisferio sur.
Vino
a mi mente el contraste entre, por un lado, los meneos españolados de manos
sobre la base de pasos cortos en el tiempo fuerte en que se presentaba Carmen
Miranda y, por otro, los movimientos de los passistas de escola de samba. Desde
los años 60, las espectadoras de clase media, estudiantes universitarias,
artistas plásticas y, por fin (esto es lo más importante), cantoras de samba
comenzaron a reproducir esos movimientos algunas veces con brillo y casi
siempre con propiedad. Asistí a programas con público de la Radio Nacional de
Río de Janeiro a lo largo del año 1956. Vi a Emilinha Borba, Marlene, Ângela
Maria, Dolores Duncan, Linda y Dircinha Batista y ninguna de ellas mostró que supiera bailar samba.
Ni Aracy de Almeida, a quien el gran Noel Rosa colocaba muy por
encima de Carmen, parecía ser capaz.
Siempre
tuve una reacción de rebeldía frente al tema burlesco (aunque tan en sintonía
con las modas críticas de hoy) de la apropiación ilegítima del samba por los
artistas de clase media que inventaron la bossa nova, argumento defendido por
el estudioso José Ramos Tinhorão. Cuando en 2009 señalé el racismo y clasismo
evidentes de Noel Rosa en Feitiço da Vila, apuntaba no a la posición que ocupa
el gran Noel Rosa en la historia de la música popular brasilera (cuya obra,
Feitiço, en mi opinión no pierde nada con la observación honesta sobre los
prejuicios de clase y raza explícitos en la letra de esa gran canción) sino a
la sospechosa acusación que recibía la bossa nova de aprovechamiento indebido
del legado del samba. Esa acusación ofusca todo un proceso desarrollado desde
las casas de “tías” bahianas emigradas, luego en los morros y, más tarde (pero
también concomitantemente), en el teatro, en la radio y en los discos. Los
pasos que ejecutaban las jóvenes (y no tan jóvenes) actrices de la TV Globo,
las estudiantes de colegios y universidades –y que reencontré esbozados por
Marisa Monte en shows sofisticados o en fiestas íntimas– representan una etapa
histórica de la cultura del samba y refleja avances que la sociedad brasilera
es capaz de emprender. Aquello no precedió la bossa nova; mucho menos los
sambas geniales de Jobim referidos al asunto, como O morro não tem vez, Batucada
no morro o Água de beber. Ni
siquiera las “pastoras” de Ataulfo Alvez (a quien también vi en el escenario de
la Radio Nacional) iban más allá de la marcación simple de los tiempos fuertes
de los sambas que hacía su elegante maestro negro y minero y vino a dar una
pincelada peculiar en el cuadro del samba carioca. Creo que la primera cantora
de radio que bailó samba en público fue Elza Soares.
La
generación de Beth Carvalho fue la primera que creció en ese ambiente. Y Beth,
que nos dejó este año 2019, comandó la apropiación legítima.
A
propósito me atuve a las mujeres:
estoy hablando de Carmen Miranda, la exportadora de nuestro ritmo nacional. Y
el samba de las mujeres tiene sus especificidades: los meneos en puntos
definidos de la clave rítmica, la exhibición de la carne en tono de promesa.
Más allá de eso, la diseminación de los pasos de samba se dio sobre todo entre
las muchachas. Los chicos se resistieron más. Por eso mismo quiero registrar
dos casos diferentes: Jorge Veiga y Hélio
Oiticica. El primero, cantor de samba, mulato (hoy
probablemente se exigiría que dijera “negro”), sugería unos trazados rítmicos
con los pies, mostrando siempre el conocimiento de la danza compleja del samba,
en los pocos segundos de una u otra introducción a lo que estuviese por empezar
a cantar. El segundo, un
artista plástico de vanguardia genial, creador de la palabra “tropicália”,
que se enamoró de la Escola de Samba Estação Primeira de Mangueira y
frecuentaba la favela en la que había nacido la escola, aprendió los
intrincados juegos del cuerpo de danza masculino de samba e insistía en exhibir
sus habilidades.
Este
libro pretende dar cuenta de lo que logré estructurar a partir de observaciones
como estas; y estos nuevos comentarios nacen de la necesidad de echar más luz
sobre el proceso.
"Este libro pretende dar cuenta de lo que logré
estructurar a partir de mis observaciones y estos
nuevos comentarios nacen de
la necesidad de
echar más luz sobre el proceso",
plantea Caetano en el
prólogo.
Lo
que me llevó a escribir Verdad tropical fue un artículo sobre Carmen Miranda que publiqué
en el New York Times. Y en esa nota, si bien detallaba su
manera de mover el cuerpo (aproximándola tanto a dibujos animados como a Elis
Regina), no se me ocurrió que no sabía bailar samba, y que eso era un giro importante
en la historia de la MPB (Música Popular Brasileña) que solo se realizó una
década después de su muerte: me viene a la cabeza la imagen de la hija de João
Nogueira, todavía adolescente, bailando en una fiesta, y el momento, mucho más
reciente, de Marisa
Monte haciendo en una introducción lo que hacía Jorge Veiga.
Ellas ya eran de una generación que creció viendo que saber bailar samba forma
parte de la vida de un brasilero de cualquier extracción. Cuando veo a
Francisco Bosco bailar samba, pienso eso. Tanto él como la hija de João
Nogueira son descendientes de artistas del samba. Pero no crecieron en favelas,
fueron hijos de músicos post bossa nova.
Yo
sé bailar samba desde chico.
Pero es un samba de Santo Amaro, en el que casi no se levantan los pies del
piso. Y la versión que aprendí (viendo a mis familiares y amigos íntimos en
rodas de samba) resulta extraña incluso en relación al samba de Salvador. Lo
básico de mi esquema es marcar con los talones el tum-tum del tsh-tum-tum /
tsh-tum-tum del ritmo del samba, dejando el tsh con el empeine hacia delante,
mientras que para completar el par de tums los cariocas llevan el empeine hacia
delante (lo que les permite, sobre todo a las muchachas, avanzar las caderas).
Por lo tanto, para los cariocas, parece que yo sintiera los tiempos fuerte y
débil del samba intercambiados. Con el tiempo, observando el “miudinho” de Río
(samba sin zapateo y bailado con los pies pegados al piso, evocando el modo de
bailar de los ancestros bahianos del samba carioca) y reestudiando el samba de
mi tierra, empecé a pensar que tal vez yo tuviera un entendimiento particular
sobre qué es bailar samba. ¿Una microcultura de grupo íntimo –y de clase media–
que viene, sin embargo, de la región originaria del samba? Tal vez.
¿Así
mi guitarra, mi relación con la composición, mi capacidad de reflexionar sobre
todo lo que se relaciona con la canción? ¿Así
este libro?. Ya sería una gloria repetir un hecho semejante al
de Carmen: llamar la atención mundial hacia la cultura del “mulato inzoneiro”
[mulato intrigante] como se llama a Brasil en la apertura de Aquarela do Brasil, de Ary Barroso,
samba que se hizo global en versión americana con el título Brazil. Incluso haciéndolo, como ella,
sin saber los pasos de la danza que le sirve de base. Cuando respondió a mis
críticas irresponsables sobre una entrevista suya, José Guilherme Merquior, un
erudito ensayista brasilero, llamó “subintelectuales cabeza hueca” a los
músicos populares que a partir de los años 60 parecían tomar el lugar de los
ensayistas en todo el mundo. Como él había escrito el discurso de asunción de
Fernando Collor de Mello, repliqué desaforado diciendo “Prefiero a Belchior”.
Me refería al cantautor surgido a mediados de los años 60 aludiendo a una
rivalidad con los tropicalistas. De hecho, yo amaba las canciones y el canto de
Belchior, pero “subintelectual cabeza hueca” es una expresión agresiva muy bien
acuñada y la defensa, por parte de Merquior, de los derechos civiles aplastados
por los comunistas (sin hablar de la fuerza crítica contra los
post-estructuralismos) es un punto alto en nuestra historia intelectual. Esta
nueva introducción podría llamarse “Cabeza
hueca”, si no se llamara “Carmen Miranda no sabía bailar
samba”, título más cercano al eje de este libro.
"El nacimiento de Moreno fue el acontecimiento
más
importante de mi vida adulta. Hijos.
He aquí la gran sorpresa de mi vida.
Tom
nació cuando salía Verdad tropical.
Zeca había nacido cinco años antes.
La
llegada de Moreno me había enseñado lo que
es tener hijos."
Hace
veinte años que terminé de escribirlo. En él cuento que el nacimiento de Moreno
fue el acontecimiento más importante de mi vida adulta. Hijos. He aquí la gran
sorpresa de mi vida. Tom nació cuando salía Verdad tropical. Zeca había
nacido cinco años antes. La llegada de Moreno me había enseñado lo que es tener
hijos. Cuando el libro estaba listo y nació Tom, tuve un episodio de depresión. No era como las que
tenían los amigos y conocidos bipolares. Era una mezcla de tristeza profunda,
miedo, rabia, agotamiento e impaciencia. No podía
dormir ni comer. Adelgacé mucho. El brote se parecía a los
momentos de horror que había experimentado con el consumo de drogas. Se
asemejaba sobre todo a lo que sentí al llegar a casa después de la cárcel. Y
todo aquello que había sido horrible en aquel momento ahora se mostraba peor:
el hecho de no estar bajo el efecto de sustancias que cambiaran mi percepción
me decía que el infierno se daba en mí por mí mismo y se debía a la química de
mi sistema nervioso central o a mis temas psicológicos. Pensaba que tal vez
estaba agotado por haber escrito, más o menos eufóricamente, un libro largo,
narrando hechos de gran intensidad emocional de mi vida pasada, sin haberme
tomado un tiempo exclusivamente para hacerlo: escribía después de los shows y
antes de los viajes en las giras. Pero también estaba el nacimiento de Tom: que
apareciera un bebé adorado cuando yo ya tenía 55 años me colocaba delante de la
muerte (no de la idea de la muerte –no pensaba mucho en ese estado, excepto
cuando, poco más de un mes después de que todo aquello comenzara, la idea de
suicidio, cosa inimaginable para mí hasta entonces, se impuso con una claridad
fría que no me asustaba ni me consolaba, ni mínimamente– sino de la muerte
misma): parecía que estaba atado a mi vida pequeña y que ya no podría alcanzar
la grandeza requerida para tener un hijo.
Intimista. "Tuve un episodio de intimidad.
No podía
dormir ni comer. Adelgacé mucho.
El brote se parecía a los momentos de horror
que había experimentado con el consumo de drogas.
Se asemejaba sobre todo a lo
que sentí al llegar
a casa después de la cárcel", cuenta Caetano.
Fui
mejorando de esa crisis en sesiones de análisis, cosa que había abandonado
hacía más de una década y que retomé por recomendación de mi médico clínico,
George Spitz. Él no
estaba logrando convencerme de que volviera a tomar tranquilizantes.
El horror de admitir que ninguna droga había disparado el brote me llevaba a
atribuirlo a la dosis doble de Lexotanil que había tomado (un comprimido de 6
mg en vez de medio, que es lo que siempre tomaba) la noche en que sentí el
ruido sordo en el fondo de mi alma / cuerpo. (Todavía hoy le tengo miedo). Paulinha estaba acostada
a mi lado y yo no podía ni pensar en despertarla. Pensé que estaba loco. Sentía
culpa por todo y no sabía cómo no sentirla. Mi clínico me sugirió que tomara un
antidepresivo. Acepté enseguida diciendo “pruebo: si me gusta el resultado,
sigo tomando”. Me informó que no era así. Que tenía que tomar el remedio
durante tres semanas como mínimo para ver si daba resultado y que de lo
contrario lo suspenderíamos y él pondría en práctica algún procedimiento de
emergencia para sacarme de lo que fuera que él imaginara que podía pasarme. Me
eché atrás inmediatamente. El análisis me fue ayudando a convivir con la
infelicidad día a día, haciendo ejercicios físicos y comiendo lentamente,
independientemente de la ausencia de hambre. Fui viviendo mal y admitiendo que
no me iba a morir (además de los pensamientos de suicidio, estaba la hipótesis,
gestada por mí y corroborada por mi clínico, de que tal vez estuviera con un
cáncer violento y mi cuerpo estuviese reaccionando así). Ya cuando fui un poco
más capaz de aguantar cada día (en las primeras semanas no dormía nada. Después
de la conversación con el médico, que me llevó a volver a análisis, descubrí
que, si no me acostaba del todo, si solo me recostaba en una almohada alta en
la cabecera de la cama, conseguía algún tiempo de sueño raso), me dijo que
había un medicamento que estaba teniendo éxito en Estados Unidos en casos de
ataques de pánico. Le parecía que lo que yo tenía no se definía como tal, pero
que había algunos aspectos similares. El remedio se llamaba Rivotril y me
recetó 0,5 mg antes de ir a la cama. Así me convenció de tomar algo. Fui a la
farmacia a comprar. Era de Roche, como el Lexotanil y el Valium. ¡Pero costaba
un real con cincuenta centavos! Cuando llegué a casa, abrí la caja y leí el
prospecto. Nunca había visto uno tan lacónico: la única indicación era
“epilepsia”. Entendí (y después me lo confirmaron) que esa era la razón por la
cual resultaba tan barato. El Ministerio de Salud exigía que los remedios
obligatorios para enfermedades crónicas costaran poco. Además, estaba dirigido
a un público limitado. Hoy es mucho más caro; y el prospecto tiene muchas más
cosas escritas. Lo tomé y me sentí bien. Dormí más y, conjugándolo con el
psicoanálisis, mejoré. A lo largo de los años, aumenté la dosis de 0,5 mg a 1
mg que es lo que tomo, todavía, al acostarme. Pero no sin parar nunca: algunas
veces lo sustituyo por antihistamínicos (que tienen los antialérgicos y algunos
sleep aid medicines americanos, que se venden sin receta). Es que los
soporíferos no me ayudan a dormir. Y dormir siempre fue un problema para mí.
Una neuróloga me recetó una serie que empieza con melatonina, pasa por
valeriana y llega al Stilnox, para intentar dejar el Rivotril. Pero el Stilnox,
un soporífero, me hace sentir mal. Vuelvo al Rivotril y a los antihistamínicos.
Sin aumentar la dosis. Y nunca necesité tomar nada en “el día” (la vigilia).
Durante
la crisis me pregunté si mis experiencias de pérdida de la razón, con las
drogas o con los dos meses en la cárcel, no tendrían algo que ver con aquella
historia que siempre había oído, de que mi padre había tenido un “colapso
nervioso” que lo dejó sin voz por un tiempo. Eso sucedió antes de mi
nacimiento. Él estaba conversando con unos amigos en el Rotary Club de Santo
Amaro cuando no pudo articular más las palabras. Estuvo de licencia por meses.
Mi padre era el hombre más sereno y firme que se pueda imaginar. Razonable y
lúcido. Que le hubiera pasado una cosa así era extraño. Tal vez que hubiese
sido algo genético explicara lo que me había pasado a mí. Mis hermanos y mi
hijo tuvieron una reacción similar a la mía cuando probaron marihuana. Pero yo
también pensaba en las visiones pesimistas sobre la vida moderna. Era muy
posible que la falta de autenticidad de nuestro conocimiento, los desequilibrios
de nuestra economía, de nuestra técnica, de nuestra alimentación, de nuestras
lenguas generaran reacciones así en algunas personas. Las noticias de una
especie de epidemia de depresión en varios países de Occidente parecían
confirmar esa hipótesis. Hoy todavía los textos de Adorno y Heidegger me hacen
pensar en algo así. El impacto de las miradas de Lévi-Strauss y Eduardo
Viveiros de Castro habría sido menor sobre mí si yo no hubiese pasado por lo
que pasé. Sea como sea, fui saliendo y volviendo a ser quien soy. Casi puedo
decir que no cambió nada. Pero les perdí el miedo a los aviones.
En Rio de Janeiro / EFE |
Estaba
de gira con Fina estampa y la
crisis se dio cuando ya había pasado el primero de, supongo, tres shows en el
Teatro Castro Alves. Hice los dos siguientes sin entender cómo los estaba
haciendo. Solo hablaba de esto con Paulinha que, muy a su estilo, me retaba
como tratando de desmitificar lo que yo trataba de describir, y después estaba,
alternada y estratégicamente, ausente y preocupada. La idea de que tal vez todo
fuera un efecto paradojal del Lexotanil la irritaba: ¿por qué no tomaba uno
para ver? Yo no lo podía admitir. Ella me recetaba ejercicios físicos: “Haz
gimnasia y sube la endorfina”. Y me convenció de tomar un Valium. Ahí sí tuvo
un efecto paradojal: era como si hubiese tomado un (aún inexistente) Viagra
combinado con un verdadero afrodisíaco. Todo eso precedió mi vuelta a Río, mi
ida al médico, la vuelta al análisis y el Rivotril. Yo quería y necesitaba sexo, pero la felicidad
no acompañaba el placer. Nunca había imaginado que eso fuera
posible (soy muy –era mucho más– alienado de la realidad de la vida). Tal vez
el hecho de haber aprendido que es posible ser infeliz teniendo sexo (cosa que
veía en películas, leía en libros, oía en conversaciones, pero en lo que no
creía) y perder el miedo de volar hayan sido las dos (grandes) transformaciones
causadas por ese período. Las oscilaciones entre celebrar los avances de la
modernidad y desconfiar de la funcionalidad de la vida real que la modernidad
creó se intensificaron con esa experiencia dolorosa, pero ya eran un tema
corriente en mi mente intranquila.
Fina estampa es tal vez el único disco
mío que me gusta oír. Nunca lo pongo en el tocadiscos, pero si alguien lo
hace, me sorprendo con Recuerdos de Ypacaraí y María Bonita. Y me gusta casi
todo lo que oigo. Los arreglos de Jaques Morelenbaum son inspiradísimos. Pero
en la canción que le da título al disco, el deslumbrante vals de Chabuca Granda
(uno de mis más grandes amores latinoamericanos), me equivoco la letra. Y
Jaquinho, que aprendió la canción en la grabación de María Dolores Pradera,
repitió la introducción de esta, pensando que se trataba de una grabación de la
autora. Por lo demás, Fina estampa me resulta casi pura belleza.
"Fina estampa es tal vez el único disco
mío que me gusta
oír. Nunca lo pongo
en el tocadiscos, pero si alguien lo hace,
me sorprendo con
Recuerdos de Ypacaraí y
María Bonita. Y me gusta casi todo lo que
oigo. Los
arreglos de Jaques Morelenbaum
son inspiradísimos. Pero en la canción que
le da
título al disco, el deslumbrante vals
de Chabuca Granda (uno de mis más grandes
amores latinoamericanos), me equivoco
la letra", confiesa.
Mientras
escribía este libro, pensé en llamarlo Boleros y civilización, un viejo
juego de palabras mío de 1968 (que iba a estar en la contratapa de un disco que
no hice porque la cárcel interrumpió mis planes de composición), como broma en
relación con el famosísimo título Eros y
civilización, de Marcuse. Pero el editor americano me dijo que en Estados
Unidos nadie pensaba en Marcuse. Pensé en llamarlo Mi tropo. Hace poco
encontré, en Google, referencias de un libro de epistemología titulado Tropical Truth(s). Es un estudio
sobre tropos, las figuras de lenguaje, y su relación con la verdad. Pues bien,
mi libro, finalmente llamado a partir del bolero Vereda tropical, es mi tropo, mi metáfora monstruosa
(¿o metonimia?), para adjetivar su propia verdad. A Antônio Cícero le había
gustado el título Verdad tropical
justamente porque se podía pensar en “verdad meridiana” o “verdad solar”.
Veinte años después, VT me parece menos respetable como libro entre libros de
lo que puede parecerle a Roberto Schwartz, aunque me parezcan graciosos muchos
aspectos de mi prosa y reconozca en él más verdad de la que supone el crítico.
Está la verdad de mi tropo, o la tropicalidad de la verdad de mi vereda. Cuando
salió, saqué un disco que me gusta de manera más crítica que Fina
estampa, aunque me parezca mucho menos agradable de oír: lo
llamé Livro.
Hice
muchos otros discos y shows en los años que siguieron a lo que cuento en VT.
Contar eso sería escribir otro libro. Solo puedo decir dos cosas breves que
deben, en este último párrafo, orientar a quien me lea. Una, que un ejemplo de
mi juicio, de mi proceso de concientización y de qué me estimula –lo que
explica toda mi política y mi profecía– es: hace pocos días vi a Marisa Monte cantando
acompañada por Paulinho da Viola, Pretinho da Serrinha, Dadi y otros músicos.
En un momento dado, ensayó unos pasos de samba. Sabe bailar samba. Roberta Sá,
cantante más joven que ella, sabe bailar samba. Carmen Miranda no sabía bailar
samba. Cuando escribí aquel artículo sobre ella para el New York Times que
llevó al editor de Knopf a encargarme este libro, no mencioné eso: no me daba
cuenta. Y otra: si quien me está leyendo es una o un joven que ve este libro
por primera vez, le aconsejo que vaya directamente al capítulo titulado
“Narciso de vacaciones”. Podría ser un libro independiente. En él está todo lo
que en el resto del libro aparece en tono de ensayo. La bailarina Maria Esther
Stockler, que me hizo de viva voz la mejor crítica sobre Verdad tropical, después de comentar que el libro era “El club de
Tobi” (1) (queriendo decir que las mujeres no tienen lugar en él como sujetos
influyentes; olvidándose, tal vez, de Bethânia), decretó: “El único capítulo
que dice todo es el capítulo sobre la cárcel”. Entonces, ya que no existe
todavía como separata, joven, léelo como si fuera un libro menos largo y mejor
que este. Después, si quieres, lee los otros capítulos.
Trío. En esta foto, con el Nobel portugués José Saramago y el escritor brasileño Jorge Amado. / AP |
_____________________
(1)
“El Club del Tobi” se refiere al club del amigo de la Pequeña Lulú de la
historieta homónima estadounidense, donde no se admitían mujeres.
INTRO - Páginas 23 - 29
En
el año 2000, Brasil celebra, además del cambio de siglo y de milenio, los
quinientos años de su descubrimiento. Si bien es cierto que, en rigor, el nuevo
siglo comienza en 2001, los festejos –y las fantasías supersticiosas– sucederán
durante la noche del 31 de diciembre de 1999 al 1° de enero de 2000. Ningún
otro país del mundo comparte esa suma de significados para esta fecha. La
sobrecarga de presagios desencadenada por semejante conjunción combina bien con
la psicología de una nación fracasada que se avergüenza por haber sido llamada
alguna vez “país del futuro”. En realidad, esas expectativas adquieren hoy la
forma de una resignación previa a nuevas frustraciones, pero la magnitud de
estas revela que –feliz y lamentablemente– estamos muy lejos de un realismo
sensato.
Aprendemos
desde la infancia que Brasil fue descubierto por el navegante portugués Pedro
Álvares Cabral el 22 de abril de 1500. Todos los demás países de América se
consideran suficientemente descubiertos en conjunto por Cristóbal Colón en
1492. Brasil, en cambio, tuvo que ser descubierto después, individualmente.
Cuando era chiquito, en Santo Amaro da Purificação, en Bahía, ya me preguntaba:
“¿Por qué?”.
Podrían
decirnos, por ejemplo, que Colón no llegó más allá de las islas de América
Central y que el continente propiamente dicho solo fue alcanzado por los
portugueses ocho años después; o que Cabral descubrió la existencia de América
del Sur, de la que los españoles no tenían ni la menor idea. Pero no: nos dicen
que Brasil apareció como un continente independiente o una isla descomunal en
medio del Atlántico Sur y sorprendió a los navegantes lusitanos que, queriendo
costear África para llegar a las “Indias”, se alejaron demasiado hacia el
Oeste. El hecho de que ese acontecimiento histórico tan mal definido esté
situado con exactitud en la mitad del segundo milenio de nuestra era no hace
más que estimular la producción de una autoconciencia nacional a la vez
inconsistente y exagerada. Estados Unidos es un país sin nombre: América es el nombre
del continente donde se unieron, entre otros, los estados de colonización
inglesa y la mera designación de la unión de esos estados no constituye una
nominación; Brasil es un nombre sin país. Los colonizadores ingleses parecen
haber robado el nombre general del continente para el país que fundaron. Los
portugueses no parecen haber llegado a fundar propiamente un país; consiguieron
sugerir que no desembarcaron en una parte de América sino en una totalidad
absolutamente otra que llamaron Brasil.
El
paralelo con los Estados Unidos es inevitable. Si todos los países del mundo
tienen que medirse con “América”, posicionarse frente al Imperio Americano, si
los otros países de América tienen que hacerlo de un modo más directo
–cotejando sus historias respectivas con la de su hermano más poderoso y
afortunado–, el caso de Brasil presenta el agravante de ser un reflejo más
evidente y una alienación más radical. Brasil es el otro gigante de América, el
otro melting pot de razas y culturas, el otro paraíso prometido a inmigrantes
europeos y asiáticos, el Otro. El doble, la sombra, el negativo de la gran
aventura del Nuevo Mundo. El epíteto “gigante dormido” que le atribuyó a los
Estados Unidos el almirante Yamamoto, podría ser tomado por cualquier brasileño
como referente de Brasil, y confundido con el agorero “recostado eternamente en
una cuna espléndida” de la letra del himno nacional.
La
bula papal que creó el Tratado de Tordesillas y que estipulaba que las tierras
a ser “descubiertas” al este de un meridiano convenido pertenecían a Portugal,
y dejaba las que estuviesen al oeste de esa línea para España, explica la
necesidad de un nuevo “descubrimiento” y de que ese descubrimiento fuese
portugués. Pero resulta que en la escuela aprendemos –y la bella carta en la
que Pero Vaz de Caminha le narra el viaje al rey de Portugal nos asegura– que
el azar empujó a la flota cabralina hasta la costa brasileña. Así, tenemos esa
inmensa isla flotante, homónima de la isla utópica de los europeos medievales,
y tal vez más irreal que aquella, ese enorme no-lugar cuyo nombre arde. (Se
presume que Brasil proviene de la palabra “brasa”).
En
1995, el periódico Folha de São Paulo titulaba en la primera página: “Informe
del Banco Mundial indica que Brasil es el país con mayor desigualdad social y
de ingresos del mundo”. El artículo apunta que el 51,3 % de la renta brasileña
está concentrada en el 10 % de la población. El 20 % más rico posee el 67,5 %,
mientras que el 20 % más pobre solo el 2,1 %. Mi generación, al llegar a la
adolescencia, soñó con revertir ese legado brutal. En 1964, en un gesto exigido
por la necesidad de perpetuar esas desigualdades que han sido el único modo de
que la economía brasileña funcionara (mal, naturalmente) –y, en el plano
internacional, por la defensa de la libertad de mercado contra la amenaza del
bloque comunista (Guerra Fría)–, los militares tomaron el poder. Los
estudiantes o eran de izquierda o se callaban. En el ambiente familiar y entre
los amigos nada parecía indicar la posibilidad de que alguien, en su sano
juicio, estuviese en desacuerdo con el ideario socializador. La derecha existía
solo por causa de intereses sospechosos e inconfesables. Así, las marchas “con
Dios por la libertad”, organizadas por las “señoras católicas” en apoyo al
golpe militar, nos resultaban gestos cínicos e hipócritas de gente mala. Sin
embargo, la poeta americana Elizabeth Bishop, que vivió en Brasil entre 1952 y
1970, mostraba, en cartas a sus amigos de Estados Unidos, su entusiasmo por
esas marchas que, según ella, habían sido “originalmente organizadas como
desfiles anticomunistas”, pero que “se transformaron en marchas de la victoria,
¡más de un millón de personas bajo la lluvia! –Y concluía–: Era totalmente
espontáneo, no podía ser que todos fueran ricos reaccionarios de derecha”. Hoy
leo esas palabras con más asombro por la distorsión de mi perspectiva de
aquella época que por la al menos equivalente que exhibía la autora. Me entero
con malestar de su versión del golpe de Estado, pero, en estos tiempos en que
las virtudes privadas deben ser tomadas como causas de los maleficios públicos,
es una lección más constatar que alguien amable –¡y una mujer poeta!– en el
Brasil de entonces pudiese resumir de ese modo el movimiento militar que
encarceló a mis mejores colegas y profesores: “Unos pocos generales valientes y
los gobernadores de los tres estados más importantes se juntaron y, después de
unas difíciles cuarenta y ocho horas, todo había terminado. Las reacciones
[favorables] han sido realmente populares, gracias a Dios”. Había, por lo
tanto, buenas intenciones en la derecha.
En
1964, la izquierda parecía estar compuesta por todos aquellos brasileños que
mereciesen serlo e incluso por todos los seres humanos dignos de ese nombre. En
su ensayo sobre Bahía en el período democrático pre 1964, Antônio Risério anota
que el intelectual austriaco Otto Maria Carpeaux ya había constatado, al llegar
a Brasil huyendo de Hitler, que aquí “casi todo el mundo” era de izquierda. En
este libro se pretende contar e interpretar la aventura de un impulso creativo
surgido en el seno de la música popular brasileña, en la segunda mitad de los
años 60, en la que los protagonistas –entre ellos el narrador– querían moverse
más allá de la vinculación automática con las izquierdas, dando cuenta al mismo
tiempo del rechazo visceral de la aguda desigualdad que divide a un pueblo a
pesar de todo reconociblemente uno y encantador, y de la participación fatal y
alegre en la realidad cultural urbana universalizante e internacional. Todo
esto como un desvelamiento del misterio de la isla Brasil.
Después
de la revolución de la bossa nova, y en gran medida por causa de ella, surgió ese movimiento que intentaba equilibrar
las tensiones entre el Brasil-Universo Paralelo y el país periferia del Imperio
Americano; país que estaba bajo una dictadura militar que se sabía fomentada en
parte por las maniobras anticomunistas de la Agencia Central de Inteligencia de
aquel imperio. Era un movimiento que quería presentarse como una imagen de
superación del conflicto entre la conciencia de que la versión del proyecto de
Occidente ofrecida por la cultura popular y masiva de los Estados Unidos era
potencialmente liberadora –aun reconociendo síntomas de salud social en la más
ingenua atracción por esa versión– y la horrible humillación que representa
renunciar a intereses estrechos de grupos dominantes, tanto en casa como en las
relaciones internacionales. Era también un intento por enfrentar la (¿mera?)
coincidencia, en ese país tropical, de la movida de la contracultura con los
regímenes totalitarios en boga.
El
hecho de que la música popular haya centralizado las energías utilizadas en la
generación de ese episodio reafirma la fuerza de la tradición que resultó
posible gracias a la bossa nova: la música popular brasileña fue, tanto para
brasileños como para extranjeros, el sonido del descubrimiento soñado de Brasil
(y aquí ya se vislumbra otro descubrimiento, mutuo, en el que el corazón se
inclina más hacia el indio, que subió a la nave alienígena sin ningún miedo y
allí se durmió, que hacia el gran Pedro Álvares, que solo apoyó sus pies en
suelo americano). Es el arma más eficiente de afirmación de la lengua
portuguesa en el mundo; ha conquistado, por medio de la magia sonora de la
palabra cantada al estilo brasileño, un sinnúmero de amantes insospechados.
El
movimiento que en los años 60 dio vuelta la tradición de la música popular
brasileña (y su más perfecta traducción, la bossa nova) se llamó tropicalismo.
El nombre Tropicália (inventado por el artista plástico Hélio Oiticica y puesto
como título de una canción mía por el hombre del Cinema Novo, Luiz Carlos
Barreto) del que derivó no solo me parece más lindo, sino que lo prefiero para
evitar la confusión con el “lusotropicalismo” de Gilberto Freyre (algo mucho
más respetable) o con el mero estudio de las enfermedades tropicales. Además,
está libre de ese sufijo “ismo” que, justamente por ser reductor, facilita la
divulgación con estatus de movimiento del ideario y del repertorio creados. A
pesar de ello, la palabra aparecerá más frecuentemente con esa cola en las
páginas que siguen, ya que todo esto no es más que un esfuerzo de divulgación
internacional del gesto. De cualquier forma, a pesar de alguna queja íntima,
hace ya mucho que hemos aceptado la eficacia del término tropicalismo desde el
punto de vista operativo.
Soy
brasileño y me convertí, más o menos involuntariamente, en cantante y
compositor de canciones. Fui uno de los pensadores y ejecutores del proyecto de
la Tropicália. Este libro es un intento por narrar e interpretar lo que pasó.
João Gilberto, mi maestro supremo, dijo, hablando de mí (en una de sus
rarísimas entrevistas), que yo aportaba “un acompañamiento de pensamiento” a la
música brasileña, esto es, lo que él hace. Pues bien, este libro es la decisión
de llevar hasta el final esa tarea. En cierta medida es retomar la actividad
propiamente crítico-teórica que inicié junto con la composición y la
interpretación de canciones y que interrumpí por causa de la intensidad con la
que me introduje en la música. No es una autobiografía (aunque yo no me niegue
a “contarme” con cierta prodigalidad). Es más bien un esfuerzo por entender
cómo pasé por la Tropicália o cómo pasó ella por mí; porque fuimos, ella y yo,
temporariamente útiles y tal vez necesarios el uno para el otro. El tono es
francamente autocomplaciente (hacía falta, de cualquier modo, una gran dosis de
autocomplacencia para aceptar la tarea). Me prometí a mí mismo que iba a
planear mi vida como para poder quedarme en casa por lo menos un año para
escribir. Incapaz de cumplir esa promesa, terminé teniendo que usar
furtivamente los intervalos de las grabaciones, las madrugadas en hoteles
después de los shows en las giras, las pausas de los ensayos y las (pocas) horas
vacías de las vacaciones de verano en Salvador para hacerlo. Eso, naturalmente,
magnificó la doble (y algo contradictoria) tendencia a la digresión y a la
elipsis que confunde mi pensamiento, mi conversación y mi escritura. También
tuve que permitirme transitar entre lo narrativo y lo ensayístico, entre lo
técnico y lo confesional (y colocarme como médium del espíritu de la música
popular brasileña y del propio Brasil) para abarcar un área considerable del
mundo de ideas que sugiere el punto central.
A
pesar de todo eso, el lector seguramente encontrará en las páginas que siguen
una prosa por lo general mucho más distendida que la de esta introducción. Una
de las razones por las que durante tanto tiempo dudé en aceptar escribir este
libro fue la desconfianza que me producía el hecho de que lo que yo pudiese
decir en él –y el modo en que lo pudiese decir– fuese demasiado complicado para
alguien que se aproxima a un libro sobre música popular, y demasiado cercano a
la música popular para quien está dispuesto a leer libros complicados. Pero,
incluso sin superar esa desconfianza –y preguntándome, a medida que escribía
muy motivado, a quién podría interesarle un libro así–, decidí no prestar una
atención desmedida al temor de parecer pretencioso o desproporcionado (o, quién
sabe, excesivamente modesto y preciso) y atenerme a la constatación de que los
libros deben ser escritos para aquellos a los que les gusta leer libros.
Encontré en el mundo muchas personas inteligentes que se interesan por la
música popular brasileña: tal vez las anécdotas, confidencias y análisis que
presento aquí despierten su curiosidad y las aten a la lectura. Por otro lado,
el relato de las experiencias de un “pop star intelectual” de un país del
“tercer mundo” puede echar una que otra luz inesperada sobre la aventura de los
años 60, ya que ese período –remoto y fechado solo para aquellos que temían los
desafíos surgidos entonces y que, porque los saben muy presentes, todavía los
temen– mantiene su temática abierta al pensamiento que se coloca sobre el
descarte o la nostalgia habituales.
Desde
el fondo oscuro del corazón solar del hemisferio sur, desde la mezcla de razas
que no asegura ni degradación ni utopía genética, desde las entrañas inmundas
(y, sin embargo, sanadoras) de la internacionalizante industria del
entretenimiento, desde la isla Brasil volando eternamente a medio milímetro del
suelo real de América, desde el centro de la niebla de la lengua portuguesa,
surgen estas palabras que, aunque se sepan de hecho sin pretensiones, son
testimonio e interrogación sobre el sentido de las relaciones entre los grupos
humanos, los individuos y las formas artísticas, y también de las transacciones
comerciales y las fuerzas políticas, en suma, sobre el gusto de la vida en este
fin de siglo.
BACK IN BAHÍA - Páginas 415 - 433
“Mi
Atrás do
trio elétrico quebró
el maleficio. Ese casi frevo fue un éxito en las calles de Salvador en el Carnaval
de 1969; y se hizo conocido en todo Brasil. Yo no tuve la alegría de presenciar
ese milagro: estaba en la cárcel. Y para los dos Carnavales siguientes, desde
el exilio, mandé nuevos frevos que también tuvieron éxito. Ahora, de vuelta en
Bahía, iba por la calle Joana Angélica, camino al centro, al lado de mi padre.
A medida que nos acercábamos al reloj de São Pedro, la atmósfera de Carnaval
era cada vez más evidente, en el número de personas en la calle y en su
aspecto, y lloré emocionado: de repente me daba cuenta de que, hasta aquel
momento, no había creído que iba a ver todo eso de nuevo. Curiosamente, en mi
recuerdo solo está mi padre a mi lado en ese momento, cosa poco probable. Puede
ser que nos hubiésemos distanciado de mi madre, de Dedé, de los otros, sin
darnos cuenta; puede ser que hayamos salido separados por razones de discreción
y cuidado, no sé: el hecho es que le di mucha importancia a la alegría
orgullosa de mi padre al llegar a la ciudad conmigo e incluso imagino (supongo
que fantasiosamente) que quiso que estuviésemos solo los dos. Bajamos la ladera
de São Bento y llegamos a la plaza Castro Alves, el núcleo del Carnaval en
Salvador.
Desde
allí se ve el mar que mantiene obstinadamente la línea del horizonte en contra
de las perspectivas confusas provocadas por las laderas. La plaza, en pendiente
y triangular, y las laderas por las que se accede a ella estaban llenas de
gente disfrazada y enmascarada. Había camiones de trios elétricos tocando,
bandas de cordão comprimiendo a la gente contra las paredes. Al pie de la estatua
de Castro Alves, el poeta romántico bahiano, un abolicionista retórico,
estaban, como todos los años, nuestros amigos y familiares. Nos quedamos allí
bebiendo cerveza y divirtiéndonos hasta el anochecer. Me impresionó mucho la
combinación de los hippies con el elenco tradicional del Carnaval y la gran
cantidad de gays ostensibles. Los hippies y los gays se mezclaban naturalmente
con la masa: los hippies se sentían en casa en un mundo poblado de disfraces, y
los gays se confundían con el travestismo tradicional del Carnaval. Muchos, en
realidad, eran locales y cumplían el doble papel de hippie y tradicional o de
travesti tradicional y gay moderno. Otros eran turistas de Río, de San Pablo,
de Rio Grande do Sul e incluso del exterior. Está claro que con toda esa mezcla
había mucha indefinición y todo eso daba una sensación de pansexualismo
triunfante. Yo había grabado en Londres un frevo-de-trio-elétrico llamado Chuva,
suor e cerveja que, me decían, estaba teniendo más éxito que Atrás
do trio elétrico y que Um frevo novo, que había compuesto
un año antes. Después de que el sol se puso detrás de la isla de Itaparica,
algo empezó a surgir en la cima de la montaña. Aparentemente fui el primero en
verlo y les pregunté a mis amigos cercanos qué era esa forma cónica blanca que
aparecía detrás del vértice de la balaustrada. No nos parecía que pudiera ser
un trío eléctrico; no suelen entrar en la plaza por allí y nunca lo hacen en
silencio. Hubo un revuelo para identificar el objeto. Parecía un avión clavando
su pico en el ángulo de la ladera. Era el camión del trío eléctrico Tapajós que
aparecía con forma de cohete espacial.
En
cuanto la gente de la plaza pudo verlo entero, prendiendo sus luces, los
músicos empezaron a tocar Chuva, suor e cerveja. En ese
instante cayó una lluvia fuerte que duró toda la noche. La multitud empezó a
cantar y bailar bajo la lluvia y yo, llorando y riendo, vi, escrita en el
flanco delantero del “cohete”, la palabra inventada por la gente del trío cuyo
camión pasaba cerca de nosotros, subiendo hacia la calle Chile: CAETANAVE. Ese
gusto tan tropicalista por los juegos de palabras, que vienen de la poesía
concreta (¡Joyce!) y de las películas de Godard, retomado por
la gracia ingenua de personas del pueblo de Bahía me conmovió. Además, la imagen
de la nave espacial, que estaba embebida de la mitología de viajes siderales
tan típica en aquella época; el renacimiento de la gran canción de Carnaval que
se daba a través de mí; el milagro de la lluvia; todo componía una fiesta
completa con la que Brasil me daba la bienvenida y me hablaba directo al fondo
del imaginario. Cuando, horas después, el trío Tapajós volvía de la Praça da
Sé, me acerqué y subí para agradecer. Roberto Pinho, mi amigo ligado a los
misticismos sebastianistas pessoanos, subió conmigo. Me parece que Dedé,
siempre más fiestera que yo, prefirió quedarse en el piso para no sentirse
presa en el pequeño espacio de la carrocería del camión, lleno de músicos y
encima achicado por las paredes de la “nave”.
Desde
allí veía las gotas de lluvia que brillaban con la luz de la decoración de las
calles: si mirábamos para arriba, teníamos la perfecta impresión de estar
nadando rápido entre las estrellas, en el espacio sideral. Abajo, en la calle,
veía por primera vez a la multitud del Carnaval desde una distancia que
revelaba su fuerza y su misterio. Después de tocar Atrás do trio elétrico,
el Tapajós volvió a tocar Chuva, suor e cerveja.
Sentí que algo me pegaba en la cara y no era una gota de lluvia. Acerqué mi mano
para descubrir qué era. La cosa voló hacia mi pecho y recién allí Roberto y yo
nos dimos cuenta de que era una esperanza, un pequeño insecto verde típico de
Brasil. A pesar de la lluvia torrencial, esa esperanza verde voló hacia las
luces del camión y se posó en mí. Le dije a Roberto: “¿Quiere
decir que hay esperanza?”. Me respondió con la alegría
tranquila de quien no espera nada menos: “¡Claro!”.
VA
GUSTAVO
YUSTE
Periodista
de Cultura
Verdad Tropical (Marea) - Caetano Veloso. Veinte años después
de su publicación, una autobiografía que se mezcla de manera constante con el
ensayo, Verdad Tropical de
Caetano Veloso es un viaje de ida y vuelta hacia los detalles más íntimos del
ícono brasileño y todo lo que representó el tropicalismo y la contracultura que
tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XX. Por momentos personal, por otros historicista, este título es uno
de los grandes lujos editoriales que dejó el 2019.
Uno
de los detalles de esta nueva edición traída al país de la mano de Marea, es el
prólogo escrito por el propio Veloso para sus lectores en lengua castellana.
“En este libro se pretende contar e interpretar la aventura de un impulso
creativo surgido en el seno de la música popular brasileña, en la segunda mitad
de los años 60, en la que los
protagonistas -entre ellos el narrador- querían moverse más allá de la
vinculación automática con las izquierdas”, escribe el músico
que cuenta con treinta discos de estudio. Para entender al arte en un contexto
convulso, asfixiante y represor, así como las diferentes vías que puede tomar, Verdad Tropical es un libro que resulta indispensable.
SONNY MEHTA
[New Delhi, 9/11/1942 – New York,
30/12/2019]
Sonny
Mehta morreu na segunda-feira. Ele dirigiu a editora Knopf por décadas. Verdade
Tropical, o livro, só veio a existir porque George Andreou, que trabalhava na
Knopf, tendo lido um artigo meu no The New York Times, me pediu que escrevesse um relato denso do período tropicalista. E Sonny apoiou
a ideia. Eu o conheci pessoalmente àquela altura. Os livros (e as conversas) de
sua mulher, Gita, são sempre estimulantes e arrebatadores. Sonny era muito
calado e firmemente discreto no trato, mas nunca transmitia frieza ou desinteresse pelo
interlocutor. Depois de muitos anos, revi o casal, em Nova York, num jantar que
Paula Lavigne e eu organizamos para promover o documentário de Petra Costa
"Democracia em vertigem". Fiquei emocionado. Gita mantinha a mesma
animação e Sonny, com um olhar doce mas distante, provocou em mim uma espécie
de ternura que talvez viesse de sua evidente fragilidade física. A elegância
era a mesma. Só soube de sua morte ontem à noite. Fico comovido ao pensar nesse
indiano cosmopolita que foi para mim uma tradução do lado fechado de Nova York.
A cidade que curiosamente sempre me pareceu aberta, abriu, por assim dizer, seu
lado fechado. Gosto do mistério (desse específico) e Verdade Tropical faz parte
dele.
Sonny Mehta died on Monday. He
ran Knopf for decades. Tropical Truth, the book, only came to life because
George Andreou, who was an editor at Knopf, having read an article I wrote for
the New York Times about Carmen Miranda, asked me to write the story of
tropicalismo. And Sonny bought the idea. I met him then. His wife Gita's books
(and conversation) are always stimulating and overwhelming. He himself was
quiet and discrete, but never seemed coldly uninterested in the interlocutor.
After so many years, I saw the couple again. It was in a dinner Paula Lavigne
and I organized in New York to help promoting Petra Costa's documentary film
"The Edge of Democracy". I was moved to see them. Gita kept the same
animated spirit. And Sonny, with a sweet distant look, made me feel kind of a deep
tenderness, which maybe came from his evident physical frailty. I feel moved to
think about this cosmopolitan Indian man who was for me the translation of New
York's closed side. The city that funnily had always seemed open to me revealed
itself closed. I like the mystery (this specific one) and Tropical Truth is
part of it.
[Caetano Veloso, 2/1/2020,
Facebook]
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